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Misterios de la fortuna virtual

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Misterios de la fortuna virtual -

La autora 1. Era una hermosa tarde de otoño de La vegetación empezaba a cubrirse de ese velo oscuro, de ese tinte fúnebre que anuncia la proximidad del invierno. El sol terminaba su diurna carrera coronando el horizonte por nubes de zafir y de esmeraldas, el resto del cielo estaba puro y azul, azul del Plata tan aterciopelado y triste.

Una breve brisa doblaba apenas los tallos de las blancas y rojas margaritas que esmaltan los campos de Buenos Aires, besaba la frente de la pensativa violeta entre sus verdes hojas, mientras que el corpulento y triste ombú continuaba en su desdeñosa inmovilidad que sólo los silbidos del pampero podían turbar.

Los relinchos de los potros, el bramar de los toros, los balidos tristes del cordero, el ladrar de los perros y el galope seguro de los caballos resonando por el campo, todo anunciaba en fin del día, la terminación de los afanes del campesino que después de una jornada de fatiga se recoge a sus ranchos para gozar algunas horas de reposo y solaz.

Aquel que no ha atravesado las verdes y desiertas llanuras de Buenos Aires, que no ha aspirado el agreste perfume de las flores que en el verano esmaltan sus campos, que no ha visto las secas y parduzcas ramas del cardo elevar sus vástagos espinosos en el invierno; ¡no puede comprender toda la poesía que encierran los cuadros de la vida del campo, en el Sur de América!

En medio de una verde y dilatada llanura se elevaba a algunas leguas del ancho Paraná, la estancia de uno de los sicarios del tirano argentino. Esta casa hecha de cal y ladrillos cuyas habitaciones eran cómodas y regularmente amuebladas, era lo que se llama en el lenguaje del campo, «una azotea».

A su lado, bien que un poco apartado se elevaban los ranchos, como una tradición viviente del origen primitivo de la estancia. Toda estancia tiene sus ranchos que forman los dos departamentos esenciales de la casa.

La ramada es siempre cubierta pero no siempre tiene paredes. La ramada da cabida de día a algunos instrumentos de labranza; de noche es el dormitorio general de los peones, menos el capataz que generalmente tiene su cuarto. La cocina es un cuarto sin adornos de especie alguna -tal vez una mesa donde amasan el pan casero que sirve para el gasto de la estancia-; en el medio del suelo de ésta es el lugar donde siempre arden trozos de leña habiendo alrededor algunas cabezas secas de animales, que sirven de asiento y en un rincón del cuarto están dos o tres ollas de hierro con altos pies y los indispensables asadores, especies de barras de hierro para ensartar la carne del asado.

En cuanto a la ramada, fuera de los instrumentos de labranza, nada más hay en ella. Tanto el gaucho como el peón, su cama consiste en su recado o apero, como ellos le llaman; duerme vestido, y su cuchillo, su lazo, las bolas y el tirador, todo queda con él día y noche y mientras vive, faltarles estos aderezos, es faltarle un miembro de su cuerpo, un brazo, una pierna.

La hora del descanso de las fatigas diurnas había pues llegado para el habitante del campo. Una vez en las casas queda sólo encerrar los ganados en sus respectivos corrales que son en número y dimensión adecuados a los trabajos y riquezas de la estancia, atar las vacas lecheras en el tambo, los caballos a soga con su cena en el palenque y cerrar la tranquera.

Una vez hechas estas últimas operaciones, el mate circula alegremente y después de una hora de reposo cada uno come con buen apetito un pedazo de asado y bebe una taza de caldo. La noche era una de esas noches sin luna de cielo transparente y estrellado llena de poesía y de misterio.

Los habitantes de la estancia, sentados en círculo uno a la par de otro escuchaban en silencio aquel de entre sus compañeros que al compás de una guitarra cantaba unas sentidas décimas de amor, verso sin pulimento, hijo del corazón o del dolor que los dictó, música tan selvática y sentida como las palabras, tristes y monótonas como el desierto.

El cantor había dado al viento la última frase de su canto y la mano apoyada con negligencia sobre su guitarra, parecía bajo la impresión de la música que acababa de ejecutar, sus compañeros en silencio parecían escucharle todavía.

Al mismo tiempo resonó a los lejos el galope igual y mesurado de un caballo Es un caballo solo, dijo tomando la palabra el más viejo del círculo. Poco tardó el ladrido de los perros en anunciar que el pasajero que a aquella hora cruzaba por el campo se dirigía a la estancia misma; un relincho lejano, advirtió que su caballo reconocía el pago y los relinchos de los otros caballos le respondían dándole la bienvenida, los perros reconociendo sin duda un amigo cesaron de ladrar y, un instante después, un hombre a caballo franqueaba la tranquera.

Abrid; -gritó el desconocido- traigo órdenes apresuradas y un despacho para el señor Juez de Paz; me manda S. el Ilustre Restaurador. A esta palabra mágica, la tranquera se abrió de par en par y dio paso al jinete.

El Juez de Paz, que era el dueño mismo de la estancia, salió en persona a recibirlo y haciéndolo entrar a la sala, cerró la puerta tras sí, quedando a solas con el enviado de su amo. A sí se llamaba el personaje que a hora tan inusitada llegaba a la estancia con un mensaje tan importante. Miguel, era uno de esos seres infelices abandonados por una madre criminal en la puerta de un hospicio.

La nodriza que le dieron era campesina, así él se crió en el campo y desde la edad de catorce años era gaucho.

Prefería la libertad del desierto a cuanto pudieron ofrecerle de bienes y comodidades; su caballo tordillo era todo su tesoro, era el único que tenía, su guardarropa lo llevaba consigo y, no obstante, Miguel siempre andaba aseado, porque él mismo tenía cuidado cada dos días de lavar su ropa en el arroyo que hallaba al paso.

Ninguno de los arreos indispensables a la persona y al caballo del gaucho le faltaban, y todos en el mejor estado posible.

Su estatura alta, su talle flexible y delicado y sus maneras suaves al paso que tenían la natural tinte selvática debido al medio, a su estado y educación.

Con todo, su aire era distinguido y su fisonomía triste al paso que regular, no carecía de un cierto tinte poético. Era demasiado blanco para un campesino; sus cabellos finos y rubios le caían sobre los hombros en rizos naturales; sus ojos grandes, azules, una extraña expresión de audacia y altivez; su nariz, pequeña y cerrada indicaba un carácter disimulado, su boca pequeña y punzó estaba guarnecida de unos dientes blancos y pequeñitos, era la boca de un niño; con todo, si abandonaba su natural seriedad, era sólo para marcar en ambos lados del rostro dos imperceptibles líneas de un desdén sin límites.

Su voz era un poco velada pero profunda en sus modulaciones, su palabra corta y mordaz, su marcha, lenta y segura como de un hombre que no conoce el miedo.

Su inteligencia natural lo elevaba sobre todos sus compañeros y como payador era considerado el mejor de los dos lados de la Provincia, Sud y Norte.

Miguel, era el más afamado domador, y el vaqueano más seguro, porque desde Buenos Aires hasta el pie mismo de los Andes era fama que él conocía a ciegas, y los mismos pampas del desierto al verlo cruzar en su tordillo las calladas llanuras de la Pampa se contentaban con saludarlo amigablemente desde sus toldos y ofrecerle un pedazo de yegua asada y a veces alguna linda jerga como presente de amistad; después de eso Miguel podía conversar con ellos porque sabía su lenguaje.

Entre los diferentes trabajos que tomaba o ejercía, contaba también el de chasque; era reconocido por su discreción, prontitud y diligencia en desempeñar cualesquier misión, y por eso el ojo perspicaz del tirano había sabido escogerlo entre tantos otros gauchos que llevaban aquella vida errante o incierta.

Miguel había rehusado todo empleo o distinción, pero Rosas tan montaraz como él, conocía las guaridas del gaucho y lo mandaba llamar siempre que una comisión delicada se ofrecía, en que temiese escribir, porque entonces la palabra servía a sus fines, porque la palabra proferida, sólo deja tras sí el recuerdo de lo que fue, mientras el papel es un documento peligroso que mañana puede aparecer como un testimonio importuno: y el astuto déspota bien conocía sus intereses en esta ocasión, para no fiar a la pluma sus órdenes que después de ejecutadas debían tomar el carácter en su resultado de un exceso de adhesión por parte de sus partidarios.

Miguel era pues el mensajero más seguro y discreto que se podía encontrar. A pesar de su natural inteligencia y buenas cualidades, no podía juzgar hasta qué punto se envileció sirviendo los odiosos y sanguinarios fines del tirano, que él consideraba bueno y justo porque tenía sus maneras y su lenguaje, porque era el gobernador de la Provincia que Miguel creía legítimamente electo, y después de eso sin noción de ningún género, sobre el derecho de cada hombre, y sobre el verdadero sentido de la palabra «Libertad»; no creía obrar sino muy bien sirviendo al Dictador, a quien por otra parte estimaba personalmente, porque aunque rico y presidente, le daba la mano, lo hacía sentar en su presencia, tomaban mate juntos y conversaban largamente de caballos, de yeguas, de trillas, de aperos, de potros y de todo aquello que pueda interesar la atención del gaucho y luego el gobernador siempre terminaba diciendo:.

Así que el Juez de Paz hubo cerrado la puerta de la sala, sentose al lado de una gran mesa que se encontraba en el medio del cuarto, e hizo señas al mensajero de que hiciera otro tanto. El Juez de Paz del Baradero, era uno de los más viles esclavos del tirano; era un hombre tan falto de luces y de experiencia, que no reconocía el horrible sistema a que se vendía.

Era una de esas figuras vulgares y estúpidas que sólo son susceptibles de trocar su natural nulidad para tomar el carácter de fieras carniceras. Una vez sentados ambos personajes, trataron de examinarse mutuamente a la manera de los gauchos: es decir, con esa ojeada oblicua tan rápida como el pensamiento, y que es peculiar a nuestros campesinos.

La desventaja quedaba toda de parte del Juez de Paz que no sólo como hombre de ciudad no poseía perfectamente esta manera de investigación, sino que lidiaba con antagonista muy superior en inteligencia y diplomacia. Después de una corta pausa, empezó el Juez de Paz la conversación, porque entendió que el mensajero se limitaría sólo al rol de dejarse interrogar.

Y al acabar de decir estas palabras sacó Miguel de debajo de su poncho bichará, un pliego cerrado con los sellos de la República. El Juez abrió el pliego y pudo comprender por la ninguna importancia de su contenido, habituado por otra parte a las astucias de su amo, que aquella no era sino la capa de algún misterio y que la verdadera misión del mensajero era otra.

El decreto en cuestión era sumamente favorable a los habitantes de aquel distrito, doble motivo para sospechar que se exigía de la parte de ellos alguna prueba de adhesión.

Basta con que allá nos encontremos mañana a la noche. tiene que publicar mañana de mañanita el decreto que traje: deme dos hombres seguros y bien armados, nada más. Esta madrugada Ud. mismo llega en persona para principiar el corte, con toda la gente armada porque dicen que andan bullas de unitarios.

De ahí, cuando el barco enfrente a nosotros, el patrón ha de pasar para pedirnos carne fresca: aquí Miguel miró de frente al Juez y calló.

El Juez por su parte estaba de boca abierta, oyendo al mensajero, entrándole apenas en la cabeza el diabólico o hipócrita plan que por la boca de aquel mozo le trazaba su amo. Era claro que alguno de los emigrados argentinos que habían tenido la dicha de escapar de las uñas del lobo, se dirigía por el Paraná a Corrientes o al Paraguay y que el tirano quería apoderarse de su persona sin aparecer como violador del ajeno pabellón, bajo el cual se había confiado la persona contra quien se tramaba tan inicuo plan; era claro que este infeliz estaba vendido desde Montevideo de donde era probable que venía ciudad dominada entonces por don Manuel Oribe, hoy verdugo y teniente del tirano asesino Rosas.

El decreto debió excitar entre aquellos habitantes tanto reconocimiento como entusiasmo. Era tan natural que aquel Juez de Paz y los vecinos del distrito, en prueba de gratitud, le ofrecieron la cabeza de aquel salvaje unitario que encontraban al paso.

Faltábale saber al Juez de Paz si el sujeto en cuestión debía ser remitido vivo o si sólo su cabeza separada del cuerpo, debía llegar a Buenos Aires. Con este fin interrogó a Miguel en estos términos:. El Juez de Paz entendió que no era la vida del individuo en cuestión lo que quería el tirano, él deseaba el hombre; ¿era en rehenes de la fidelidad de alguno de sus secuaces, o tan solo antes de darlo la muerte quería gozarse, en sus lágrimas?

Mientras él hacía estas reflexiones, Miguel se puso de pie, habiendo concluido su misión. Convenidos en todos los puntos diéronse ambos las buenas noches.

El Juez encerrose con llave y cerrojo; en cuanto a Miguel, tomó su recado y tendiéndolo bajo un colosal ombú al lado de su caballo, no tardó en dormirse profundamente.

Era este el noveno día, después que la Balandra «Constitución» había visto desaparecer tras sí la linda población de Montevideo. Los pasajeros que traía a su bordo eran: un hombre de unos 36 años, una mujer algunos años menos y un niño de unos 9 años de edad, que respondía al nombre de Adolfo.

Estos personajes componían la familia de Avellaneda 3. El doctor Avellaneda era el argentino emigrado, vendido al tirano por su teniente Oribe, entonces presidente de la República del Uruguay. Su mujer y su hijo lo acompañaban en este viaje, ¡cuyas funestas consecuencias estaban ellos bien lejos de prever!

Era un hermoso día del mes de Mayo; tiempo había que el sol doraba las copas de los árboles que reflectan sus frentes colosales en la, limpia corriente del Paraná.

El río argentado y sereno apenas se permitía algún leve pliegue en la superficie de su cristal, la brisa murmurando entre el follaje de los árboles venía cargada de los aromas de las moribundas flores del otoño, y de las hierbas olorosas que crecen en las selvas vírgenes de nuestro Delta.

La balandra se adelantaba suavemente por en medio del río evitando aquí y allá las verdes islas que como inmensas esmeraldas flotantes asoman sus curiosas frente de los senos del Paraná. Las hojas del verde ceibo, caían secas y amarillas una a una de su tronco, como una a una suenan en la eternidad las horas pasajera de la transitoria vida del mortal La calandria modulaba oculta en el enmarañado bosque sus suaves cadencias, y el martín pescador arrojando su triste silbido, inclinaba su pico rosado hasta el borde del agua y luego que sacaba su diminuta presa, huía contento a su nido Los últimos adioses de la vegetación bajo aquel cielo puro y azul, en medio del silencio y de la majestad de la naturaleza, tenían algo de tan solemne y tan melancólico, ¡que no basta la palabra a describirlo!

La cubierta de la balandra, presentaba el cuadro siguiente:. El doctor Avellaneda, estaba sentado hacia un costado del barquichuelo; era un hombre alto, flaco y pálido.

Su fisonomía noble y tranquila era como el transparente de una alma más noble pero agitada y combatida por la tempestad de la vida. Una barba negra y fina sombreaba su rostro varonil; su ancha y calva frente era el asiento de la inteligencia y de todas las más distinguidas facultades del espíritu; su nariz aguileña y regular, su boca pronta a la palabra y sus ojos negros a flor de rostro, coronados de arqueadas cejas, de largas pestañas, y bajo los cuales se veían dos círculos violetas, traicionaban el orador locuaz, el literato infatigable que ha gastado las mejores horas de su juventud en estudios profundos, y tal vez el político que luchó para dar a su patria leyes y constitución.

En el momento de que hablamos, un silencio profundo reinaba sobre la cubierta de la balandra, sólo interrumpido por el ruido de la quilla cortando las aguas, y por todos esos ruidos armoniosos del bosque.

El doctor Avellaneda, sentado en uno de los costados del buque, con una mano sosteniendo su frente, con la otra caída negligentemente sobre la rodilla, dejaba girar sus ojos sobre el magnífico panorama viviente que se desarrollaba ante su vista. Su rostro expresaba en aquel momento una profunda aunque suave tristeza; parecía que una lágrima estaba pronta a correr por sus pálidas facciones.

A medida que las lejanas y floridas escenas de su primera juventud le venían a la mente, ¡los azares de la vida errante del proscripto le eran más amargos! A medida que contemplaba la riqueza y hermosura de su suelo patrio, ¡más amarga se le tornaba su peregrinación por tierra extraña!

La mujer de Avellaneda, no era bella, pero tenía uno de esos rostros, donde el Señor se complace en grabar en signos misteriosos las nobles facultades del alma, su rostro no era bello, pero poseía el difícil don de expresar todos los sentimientos con la misma facilidad de la palabra, con la misma rapidez del pensamiento, y si las circunstancias lo exigían, sabía tomar también una tal expresión de estupidez, de indiferencia y de intranquilidad que engañaría al observador más suspicaz; porque esta mujer, naturalmente viva de imaginación y apasionada de carácter, poseía a la vez una voluntad de bronce y una fuerza tal de carácter capaz de acallar y encubrir las sensaciones más tumultuosas de su alma, y su voz sumamente melodiosa, resonaba segura y llena en el momento de mayor peligro sin traicionar sus sufrimientos interiores.

El patrón de la balandra de pie sobre la toldilla, fumaba tranquilamente su cigarro de paja. Era un hombre bajito y regordetón, nervudo y velloso de cuerpo; su color era cetrino, estrecha la frente, pequeños y vivaces los ojos pardos, semejantes casi a los del gato montés.

Era muy raro verlo sonreír, y por lo general su rostro presentaba un tipo de estupidez e indiferencia que era sólo la máscara de su sórdida codicia y maldad. Este hombre era un genovés llamado Caccioto.

Dos o tres marineros sentados a proa y un loro ceniciento que decía desvergüenzas en todos los idiomas conocidos, componían el cuadro de la cubierta de la balandra «Constitución». Mientras que la balandra se adelanta lentamente por medio del Paraná, conduciendo al doctor Avellaneda a las manos del tirano, víctima de la más horrible traición condescienda el lector en volver con nosotros algunos días atrás para ver qué circunstancias presidieron a tan negra trama.

El doctor Avellaneda era como ya sabemos un emigrado, mejor diremos un proscripto cuya cabeza, ya había sido puesta a precio por el tirano.

Fugitivo y escapado apenas de las garras del tigre, vivía pacíficamente retirado en Montevideo con su familia, ejerciendo su profesión de abogado, con tanto talento como probidad. Pero no era él el único proscripto refugiado allí, y el espectáculo de aquella emigración laboriosa y honrada, que ganaba casi tranquilamente su pan a la corta distante de cuarenta leguas de Buenos Aires, era para Rosas un espectáculo odioso que le ocasionaba fiebres de cólera.

Rosas exigió la entrega de los emigrados que vivían pacíficos en la capital de la República del Uruguay; pero Oribe temió tal vez indignar el pueblo contra sí por tan inaudita e infame felonía y contentose sólo con encarcelar los emigrados y en seguida mandarlos desterrados al Brasil, donde ningún recurso se les presentaba para vivir.

El doctor Avellaneda había sido de este número, y después de una residencia de algunos meses en la isla de Santa Catalina, volvió a Montevideo porque su manera de vida, adquirida por tantos años, no lo dejaba habituarse a la monotonía de aquellos isleños pescadores.

Eacute;rale imposible a él, hombre acostumbrado a las luchas del foro y a los grandes trabajos intelectuales, poder pasar sus días en el ocio y la inacción. Al volver a un país del que acababa de ser desterrado, su objeto era arreglar definitivamente sus negocios, recoger los restos de su fortuna y tomar consigo a su mujer y su hijo para ir a establecerse en Corrientes, país nuevo y que necesitaba hombres de algún saber, para tomar una forma más nueva y civilizada: allí pues encontraba él un vasto campo donde ejercitar su actividad intelectual y sus luces.

Algunos días después, Avellaneda recibía de manos de Oribe la respuesta que Rosas le había trazado desde Buenos Aires Y esta era favorable al odiado proscripto porque lo ponía, por medio de una vil traición, ¡entre las manos del caribe! Una vez en tierra, arreglados sus asuntos y expedito para partir, cuidó en buscar un hombre fiel a quien poderle fiar su vida, porque no se le ocultaban, los riesgos que corría debiendo en su tránsito a Corrientes enfrentar lugares peligrosos, ocupados por tenientes de Rosas.

El verdadero patrón de la balandra Constitución era un joven llamado Lostardo, genovés también, pero enteramente diverso de Caccioto. El doctor Avellaneda le había corrido con un negocio de éste obteniendo un pleno suceso, y en seguida como Lostardo era un pobre mozo que apenas ganaba de que vivir, el doctor no le pidió nada por su trabajo, haciéndose en el marino genovés, un amigo seguro y sincero.

No podía confiarse en mejores manos y así, arregló todo perfectamente. La víspera de su partida una orden positiva del Presidente, obligó a Avellaneda a embarcarse con su familia, y esperar a bordo la madrugada del día siguiente, en que la balandra debía darse a la vela.

Vamos a ver cómo todo sucedió a medida de sus deseos y en mal de Avellaneda. Las diez sonaban lentamente en la triste campana de la Iglesia Matriz y «las diez han dado y sereno», repetían las voces de los guardianes de la noche, diseminados por la ciudad. Era una noche tibia y serena como sólo se encuentran en el Plata.

La luna triste y silenciosa surcaba el éter transparente, y ligeras nubecillas empezaban a velarla por instantes. En aquel momento, tres hombres atravesaban con paso rápido y seguro la gran plaza.

Uno, el más alto, iba adelante en tanto que sus dos compañeros lo seguían respetuosamente a cierta distancia. Iban los tres embozados en sus capas, a pesar de que las moribundas brisas del verano no permitían aún usar de mayor abrigo, pero era evidente que aquellos tres hombres evitaban ser conocidos.

Esta calle, llamábase antiguamente de «San Juan» y creo que hoy de Ituzaingó. Esta calle como más próxima a la mar que estaba enteramente a oscuras y sólo a la mitad de una de las veredas se notaba aún el reflejo de luz que salía de un cuartejo redondo, llamado por todos el «cafecito de San Juan».

Los honrados propietarios de este café servían sus marchantes con esmero, y a pesar de la desnudez del cuarto, y de las ningunas comodidades que él ofrecía, el café que allí se tomaba era tan bueno y los guisados que allí se comían eran tan gustosos que siempre el café tenía concurrencia; pero ya se sabía que siempre era ésta decente y juiciosa porque el dueño del cafesito de San Juan no habría consentido por nada en el mundo admitir en su casa borrachos o pendencieros.

Al llegar enfrente de la puerta del café, el hombre que iba adelante se paró y sus compañeros lo imitaron; entonces bajando un poco el emboce de la capa arrojó una mirada rápida al interior del cuarto.

Como el embozado se disponía a seguir su camino, los dos marineros salieron del cafesito, después de pagado su escote, y la voz agasajadora del dueño del café, pronunció estas palabras.

Addio Piero. Los marineros les respondieron a su vez, y pronto el ruido monótono y firme de sus pasos resonó en la calle desierta, ese paso del marinero donde parece que hay algo de extraño, como del hombre que poco habita la tierra.

Estos cinco personajes continuaban a bajar hacia la orilla del mar, cosa que no demandaba mucho tiempo en la pequeña ciudad de Montevideo. Pronto llegaron frente a esos sombríos edificios de piedra llamados las bóvedas; allí el más alto de los tres embozados de capa, hizo señas de parar a sus dos compañeros que obedecieron a su mandato, y él continuó solo, en seguimiento de los dos marineros.

Los dos italianos andaban en silencio y su sombrío acechador, apenas asentaba el pie sobre las lisas piedras de la calle con miedo de ser notado. Una vez pasadas las bóvedas, bajaron todos tres a lo que hoy se llama el muelle de Lafón; es este un grande malecón de piedra que facilita el embarque y desembarque de los diferentes productos que forman el comercio del país.

Los lugares en que nos acompaña el lector en este momento son en extremo bulliciosos de día pero de noche reina un profundo silencio: de día, el ruido del tráfico mercantil, los juramentos y las desvergüenzas en todos los idiomas, porque de día aquellos sitios son el verdadero receptáculo del cosmopolitismo y muy embarazado había de verlo quien pretendiera reconocer la nacionalidad en aquella nueva torre de Babel.

De noche todo enmudece y se tranquiliza; los silbidos amenazantes del huracán, o el blando murmullo de las olas y las ráfagas de la brisa que trae el eco lejano de la canción del infatigable pescador, el ruido monótono de los remos de algún bote; la errante cantinela de algún descansado marinero y de rato en rato la voz del sereno que canta la hora y el ¡«quién será»!

de los vigilantes centinelas que guardan la costa. Llegados al muelle de Lafón los dos marineros, se dirigieron al lugar donde su bote había quedado amarrado.

Después de investigar un poco, Pedro dijo al que parecía su superior:. Su compañero pronunció una horrible blasfemia y echó a correr gritando socorro; en aquel momento un hombre bajito y de gruesas formas, salió detrás de la orilla más próxima y acercándose al herido sacó de los bolsillos de éste, que yacía sin movimiento y sin sentidos, algunos papeles que guardó cuidadosamente, y tornose a ocultar con presteza, porque una porción de gente, corría hacia el lugar donde estaba Lostardo.

Pedro lo levantó ayudado por los otros y un oficial que parecía llevar la voz de mando los gritó:. En efecto; la comitiva principió a alejarse, y en breve un profundo silencio sucedió al ruido que por un instante había turbado la tranquilidad de aquellos sitios.

El hombre bajito oculto detrás de la casilla, salió entonces, y el alto embozado en la capa a quien seguíamos desde la Plaza Mayor, salió también de los arcos de un oscuro portón desde donde había asistido como testigo ocular a todas las escenas que acabamos de describir; pasadas todas con una indecible rapidez.

La luna que poco antes se encontraba velada de ligeras nubes, reapareció más luminosa y serena, por eso mismo. Grandes bigotes cubrían unos labios amoratados y finos, que cuando se abrían daban paso a unos dientecitos blancos y puntiagudos, semejantes a los de los negros minas.

Debajo de su sombrero se ocultaba una frente achatada y estrecha, donde era imposible divisar el menor destello de inteligencia o de nobleza; y si hubiera descubierto su cabeza, un frenologista diría al verlo que ¡era la cabeza de un famoso asesino!

En cuanto al individuo oculto tras la casilla, y que con tanto acierto acababa de poner a Lostardo en manos de los cirujanos, y de apoderarse de sus papeles, al pálido reflejo de la luna, el lector podría distinguir en su rostro barbudo, una cicatriz tan extraña que parecía dividirle la cara en dos.

Y Caccioto era el bombero de confianza, el confidente particular del Presidente Oribe. Unas de aquellas raras y extrañas sonrisas, vino a entreabrir los labios severos del hombre, y respondió con un tono de falsete: -¡Un tantino, mio caro patrone!

Oribe continuó: -Eres un famoso tirador de piedra, creo que le diste en un ojo. respondió Caccioto, -sono certo que foi al mezzo de la testa. pero vamos, ¡te apoderaste de sus papeles! Caccioto llevó la mano al bolsillo de su cabestán y sacó una gran cartera de cuero negro.

Oribe se levantó para retirarse sin duda, pero Caccioto no se movía. En aquel momento la luna dando de lleno en el rostro de aquellos dos pícaros, era fácil de ver la mirada socarrona y desconfiada del que tácitamente decía:. Un silencio significativo reinaba entre los dos.

Oribe sacó una bolsa llena de oro, y la arrojó a los pies de su confidente, con un movimiento cólera indescriptible. Caccioto a su vez, sentose sobre las anchas piedras del muelle Lafón, mientras Oribe de pie a algunos pasos de él, parecía el demonio del crimen que surgía por un momento en persona a la faz de la tierra.

Te he dicho, -le dijo Oribe temblando de ira, que el viento es favorable, y que sería prudente dar a la vela, porque puede Lostardo haber vuelto en sí, volver su compañero y Caccioto sacó en silencio del seno un ancho cuchillo de monte y lo volvió a esconder.

En su horrible lenguaje quería decir: si vuelve mientras estoy aquí lo asesinaré. Después que hubo concluido de contar el dinero dijo:.

Otra sonrisa de Caccioto que respondía: -¡Ma! mio caro padrone, ¡credo que una carta de lla V. Oribe sacó un papel del seno, y lo entregó a Caccioto; éste, acercándose a la luz de la linterna sorda, abrió el pliego y se puso a leerlo.

Caccioto le contestó con su risita sarcástica: -Mismamente que il maior Montero que Rosas mandó fusilar a la Recoleta, ¡eh! Caccioto por la primera vez quitose respetuosamente su gorra. son precauciones qui prendo. Caccioto bajó la escalera y sacó el bote oculto entre unas piedras, entonces levantó la voz diciendo a su amo y víctima al mismo tiempo, pues encontraba un placer en atormentarlo.

pero credo que no mancará il negocio. Porque estás bien pago y seguro; contestó Oribe. Cuanto se fa uno pagar para hacer il bene, con piú razón per cometere un crimen, si deve domandare il denaro.

La respuesta de Caccioto, fue una carcajada, tan horriblemente infernal y sarcástica que Oribe se sintió temblar ¡hasta la última fibra de su ser! Un sudor frío le mojó la frente, rechinó los dientes y con una sonrisa feroz murmuró:. yo me vengaré de ti, ¡italiano! En ese momento Caccioto se alejaba reinando tranquilamente y pensando consigo: -No te serviré más; eres muy mezquino; Rosas es más malo que tú pero al menos arroja el dinero a manos llenas al paso que roba más que tú también.

El presidente quedó de pie sobre la muralla de piedra. Una hora transcurrió aún, cuando en la rada se oía el rumor de la cadena de una ancora que retiraban del fondo del mar y mientras la lenta campana daba a lo lejos media noche y que la voz triste y uniforme de los serenos repetía la hora en medio de la ciudad dormida.

La balandra Constitución salió del laberinto de buques que contenía en ese tiempo la pequeña bahía de Montevideo. Como lo había dicho Oribe, el viento era bueno, y la nave impelida por él, pronto con todas sus blancas velas tendidas, empezó a deslizarse por las aguas semejante a la blanca garza que vuela de noche entre los juncos de la laguna.

Al ver alejarse la balandra, Oribe de pie sobre las piedras del muelle la seguía con vista torva, y melancólico; era su segundo crimen. a su pesar se estremeció y la memoria de Cipriano 5 el amigo do su juventud y compañero de armas ¡le vino a la mente!

De repente con un movimiento brusco tornose a embozar en su capa y empezó a alejarse con ese paso rápido del hombre que parece querer ¡huir de sí mismo! Por el lado opuesto que él se alejaba, dos hombres llegaban al muelle con andar vacilante Uno de los dos traía vendada la frente y por su marcha se comprendía que sólo lo mantenía en pie ¡una de esas profundas e invariables resoluciones de la voluntad del hombre!

Al llegar a la orilla del mar su primera ojeada fue hacia su buque no viéndolo, los dos, por su movimiento rápido dirigieron una mirada para fuera del puerto y pudieron ver la balandra ¡que se alejaba a toda vela! El hombre de la venda, arrojó uno de esos gritos sin palabras donde la desesperación, el dolor y la rabia se expresa en una sola inflexión de la voz; ¡uno de esos gritos que parten el alma de quien los da y llevan una especie de pavor a quien los oye!

exclamó, per dio; stiamo venduto come due cane. Lostardo, que el lector debe de haber reconocido en el hombre de la venda: hizo un movimiento como si quisiera precipitarse al mar, y alcanzar a nado su buque: pero Lostardo estaba al fin de sus fuerzas y de su coraje, su ser físico como su ser moral sufrían una horrible revolución y cayó sin conocimiento en los brazos de su fiel compañero.

En medio de una ancha plaza formada por un claro del bosque, estaban reunidos el Juez de Paz del Baradero con su gente y el gaucho Miguel. Divididos en diferentes grupos aquí y acullá, los gauchos se divertían jugando los naipes; otros conversaban a media voz entre los árboles, el Juez de Paz que siempre se encontraba preocupado con su dignidad, sin querer asociarse con nadie, se aburría a las mil maravillas.

El pensativo Miguel, se entretenía puliendo varillas de álamos, pero era este entretenimiento un disfraz con que según su carácter observador, él procuraba siempre penetrar a los otros. En medio de la plazuela, ardían fogones a cuyo alrededor se asaban frescos y gordos costillares de carne y en un pozo lleno de brasas se podía distinguir una cabeza de ternera con cuero, que se asaba también.

El sujeto a quien iba dirigida esta alocución respondió:. ño Simón, añadió dirigiéndose a aquel viejo que el lector recordará haber distinguido un instante la noche pasada en la estancia, que se describe en el primer capítulo de esta obra.

El viejo movió la cabeza con desdén y continuó con los ojos fijos en el agua corriente. Pucha que dende que él está de gobernante nosotros los campesinos estamos en el candelero. aver que ahora andan de poncho y diz que el viejo va a dar orden para que mesmo en Buenos Aires anden ¡tuitos de chiripá y calzoncillos!

Una risada general acogió esta salida, sólo el viejo Simón estaba serio. El mocetón animado por esta aprobación se dirigió al viejo. El viejo levantó lentamente la cabeza y miró a su interlocutor de pies a cabeza, como se dice vulgarmente; después dijo con calma:.

gracia, ¡ver los cajetillas de poncho y chiripá! no me hace gracia eso porque mira tú, si viniera un gobernante pueblero y quisiera mudar nuestro modo de vestir, a nosotros no nos había de acomodar, porque dende chicos así nos enseñaron a vestir; pues lo que no quieras para ti, no quieras para tu prójimo.

Simón sacudió la cabeza con su desdén habitual. Santiago añadió:. y los que peliaron sobre los Andes y entre los Andes, ¿qué eran? Esos que llamas unitarios ¿qué son? dijo Julián; ¡siempre que existiera el viejo! Ninguno más patriota que él.

Simón descubrió su pecho cruzado de honrosas cicatrices y dijo: -¡Estos son recuerdos de la Independencia de la América y de la libertad del Uruguay! Desde hasta el año 28, no supe nunca lo que era descanso He conocido todos los jefes y soldados del ejército de los Andes, he asistido a todas las victorias y derrotas preguntó Julián.

preguntó el viejo, con sosiego. continuó Simón. respondió el anciano en voz grave. dijo Julián; gobierne el viejo y ¡viva la Federación! El viejo bajó la cabeza en silencio y ahogó un suspiro pronto a escaparse ¡del fondo de su corazón! Era un antiguo soldado de la Independencia, un guerrero de Mayo que había visto las carnicerías de Moquegua y de Forota, y había cantado el "Oíd Mortales Era Simón un pálido recuerdo de los hombres de entonces; había militado bajo los Balcarceses, ¡hoy muertos en el destierro!

Simón había cargado mil veces lanza en ristre, a la voz mágica de Belgrano, ¡y por fin lo había visto colocar en su féretro de gloria, envuelto en la Bandera Nacional!

Había conocido al severo San Martín ¡y visto a Bolívar! Los colosos de la América, todos eran familiares a la memoria de Simón.

la cima de los Andes, el fragoso Perú, el ardiente Quito, las fértiles campiñas Orientales más tarde, todos eran lugares que el vela sin cesar, ¡poblado de sus héroes, de los patriotas y soldados de la Patria! El oscuro salvaje Rosas, cabecilla de ayer, que jamás aspiró el humo de la pólvora ni oyó el estridor de los aceros de la pelea, ¡sólo le inspiraba horror y desprecio!

Él, ¡Rosas! el profanador de los sagrados dogmas de Mayo, el perseguidor atroz de la virtud y del talento, ¡el que había clasificado de unitario a todo aquel que la riqueza o el mérito favorecía! a esto ño Simón? Mire amigo, dijo Julián, mejor es no platicar del viejo porque ¡Ud.

me hace calentar! Y esto diciendo empezó a acariciar el cabo de su puñal. Simón sin hacer caso de su amenaza continuó: ¿Qué estamos nosotros haciendo aquí?

En aquel momento salía de detrás de una isla la proa de la balandra Constitución que las vueltas del Río y las islas que en el medio de él surgían, habían impedido ver hasta entonces.

gritó uno de los hombres que estaba en la orilla; y Julián a esta voz desapareció detrás de los árboles y entrando en la plazuela se acercó al oído del Juez de Paz, y después de decirle algunas palabras secretas, volvió a su puesto no sin que esta maniobra fuese percibida por Simón; así cuando Julián volvió sus ojos se encontraron con los del viejo, y por uno de aquellos movimientos internos espontáneos, cada uno de ellos sintió que enfrentaba su enemigo.

Porque el odio como el amor tiene sus instantes únicos en la vida, instantes en que es irresistible la impresión que recibimos y en que una muda pero tácita revelación tiene lugar.

Así que Caccioto enfrentó los leñadores, como en aquella parte del río desde el buque podían cogerse las ramas de los arboles, él les preguntó:. Rápido como el rayo, Caccioto ayudado de los marineros bajó las velas y largó el cable a tierra para que amarrasen la balandra; porque es el modo de fondear en los ríos, cuando el tiempo es sereno, y no hay peligro de temporal.

La mujer de Avellaneda seguía estos movimientos con inquietud; cuando la noche de su partida habían visto llegar a Caccioto en lugar de Lostardo, su temor había sido sumo, pero los papeles del joven patrón que el otro traía consigo parecían una garantía de que era un amigo de Lostardo, quien por sus heridas estaba inhabilitado de poder dirigir la embarcación la cual por otra parte no podría demorarse en el puerto.

Así, Avellaneda había creído lo que muy hábil y astutamente le había contado Caccioto; pero su mujer sintió una especie de angustia que muchos llaman presentimiento y que raras veces engañan: Así, ella no perdía movimiento al patrón y al ver la balandra amarrada a tierra se acercó a su marido instintivamente como si temiera verlo desaparecer de su lado.

Avellaneda, por su parte, no estaba tranquilo y sus ojos fijándose en los de su mujer le decían que tomaba por imprudente la conducta del patrón. Así, llamó a éste aparte y le dijo:.

haría bien en desamarrar y seguir río arriba. preguntó el genovés -Avellaneda repuso -porque yo soy un proscripto, como Lostardo, debió decirle; esta gente puede querer saber quién es el pasajero que Ud.

lleva; mi nombre es demasiado conocido y de esto puede resultarme un mal muy grande, tal vez perder mi vida o cuando menos ser conducido como prisionero. bien y lo mejor era no tomar cosa alguna. Caccioto hizo como que no le oía y dando su silbido semejante al del muelle de Lafón, puso la tabla a tierra y bajó con los marineros en busca de carne Una vez en tierra, internose con los hombres en la plazuela acompañado de los marineros.

Un hombre quedó el último en la orilla del río; éste dando una ojeada en torno de sí, miró luego para los pasajeros y encontró sus miradas inquietas fijas en él; entonces el hombre cruzando los brazos hacia atrás a la manera de los presos hizo señas a Avellaneda y desapareció entre los árboles.

Este hombre era Simón, que al ver al proscripto Avellaneda, como hombre habituado a las revoluciones, conocía también las tramas de la tiranía y de un golpe adivinó todo, tanto más cuanto conocía a Avellaneda personalmente por haberlo visto el año 28, cuando este mozo sólo con la edad de 26 años, había sido nombrado primer ministro de gobierno.

Mamá, dijo el niño Adolfo con aire de zozobra, ¿has visto el viejo que iba detrás de todos lo que hizo? Sí, -le contestó su padre, ¿y qué entiendes por eso? Papá; ¡con las manos amarradas atrás llevan a los presos!

y ¡ten resignación! Adelaida pálida y casi sin aliento apretaba las manos de su marido entre las suyas heladas y mojadas de un sudor frío. El doctor la miró tiernamente, porque la pobre mujer con aquella pregunta quería encubrir sus propios temores que se traicionaban hasta en el mover de sus labios.

Después de un corto intervalo, el Juez de Paz con algunos hombres y el patrón de la balandra subían por la tabla. Adolfo se acercó a su padre pasando su manecita alrededor de su cuello y fijando sus ojos en los recién venidos.

Avellaneda tomó un aire indiferente y Adelaida con aquella fuerza de carácter que poseía y de la cual ya hemos hecho mención, serenó las veloces palpitaciones de su corazón y miró agradablemente a aquellos, cuya sola vista le helaba de pavor, hasta la última gota de su sangre.

El Juez de Paz los saludó con indiferencia; ellos correspondieron del mismo modo. El Juez de Paz, pidió sus papeles al patrón y éste sin resistencia los entregó, después de examinarlos en silencio se los devolvió y pidió su pasaporte a Avellaneda; éste sin inmutarse se puso de pie y le dijo:.

Una corta pausa sucedió El Juez volviéndose a él, le dijo -baje Ud. a tierra. confiesa que es un salvaje unitario? Avellaneda se sonrió. sabe también como yo. el mismo riesgo?

El Juez de Paz se mordió los labios, y volviéndose a su gente les dijo:. el ilustre Restaurador de las Leyes, está delante de nosotros! Apenas acababa de pronunciar estas palabras un grito uniforme le respondió:. Y todos los caudillos desnudaron sus armas y los rostros tomaron un aspecto amenazador.

os ha dado una prueba nada equívoca de su amor de padre, correspondámosle como hijos; entreguémosle su enemigo. Julián todo aturdido procuraba desasirse de aquella especie de collar de hierro y apenas libre de él, volvió el rostro espumando de coraje y encontró la mirada profunda y serena de Miguel.

en lo que no debe? dijo Julián conteniendo apenas su furor. el brazo armado sobre un hombre indefenso y desarmado? El Juez de Paz que nunca olvidaba que en la comedia de la vida, él representaba un papel importante, alzó la voz imponiendo silencio; agradeció a Julián su celo que sin embargo tachó de imprudente y aprobó la acción de Miguel.

De esta manera no descontentó a ninguno al paso que tampoco dijo cosa que valiese de nada. A ese respecto el Juez de Paz era hombre entendido porque no desconocía ese lenguaje embrollado de la insignificancia, que Shakespeare ha calificado, también en su Hamlet.

Como lo había dicho Miguel; Avellaneda pertenecía ya al Juez de Paz, pero era necesario el aparato y llevarlo amarrado, requisito sin el cual no se hacía nada bueno. Entonces dio orden a dos hombres que eran Santiago y Julián, de apoderarse de Avellaneda.

Adelaida se arrojó casi desmayada a los brazos de su marido que ella amaba con pasión, derramando un torrente de lágrimas. Julián fue el primero que se movió y Adolfo descargó su palo sobre él. El campesino furioso alzó su cuchillo sobre el inocente y valeroso niño, que tan naturalmente procuraba defender a sus padres.

Julián con los ojos centellantes, iba a descargar el golpe cuando por un rápido movimiento se sintió retener el brazo de manera que la presión era tan fuerte que parecía quererle quebrar el hueso.

Estaba muy reciente el recuerdo para poder desconocer la fuerza hercúlea que lo doblegaba de nuevo. Los ojos del imperturbable Miguel volvieron a encontrarse con los de Julián, pero por esta vez, Miguel temblaba de indignación.

El Juez intervino de nuevo y a pesar de las lágrimas de Adelaida y de su hijo vencido por su natural flaqueza de niño; Avellaneda, buen y honrado ciudadano, fue conducido a tierra amarrado como un malhechor.

A pie por medio del campo rodeado de los dos seres que tanto amaba, emprendió su marcha entre dos filas de hombres a caballo armados de tercerola y sable desnudo en la mano. A cuatro leguas de la margen del Paraná en medio de una de esas selvas o florestas que en el lenguaje de los campesinos llaman islas, vense aún esparcidas las ruinas parduzcas y desiertas de un monasterio, que según tradición del país era una fundación de los primeros Jesuitas que vinieron poco después del descubrimiento del Río de la Plata por Solís.

Haría por lo menos dos siglos que la desierta capilla del monasterio era sólo habitada por las fatídicas lechuzas y que sus anchos y sonoros claustros estaban solos y pavorosos como las tumbas de los muertos.

El tiempo sereno y agradable había sido sucedido por un aire tempestuoso y de lluvia; el cielo azul y brillante por las negras nubes de la tormenta, así como en la vida del hombre se truecan las horas de placer en llanto, las risas en dolores, las esperanzas brillantes, en amargas realidades.

La noche había llegado oscura y amenazadora, un viento caliente del norte, soplaba con violencia agitando tumultuosamente las robustas copas de los anchos ombúes, las frentes elevadas de los álamos, las negras ramas del ciprés; el trueno retumbaba en medio de la selva, relámpagos de fuego entreabrían las negras nubes que giraban en enormes grupos por el espacio.

Los rugidos del jaguareté, los aullidos de los perros montaraces, los balidos de los tímidos corderos y una infinidad de ecos lúgubres o pavorosos se mezclaban sólo a la voz profunda y majestuosa de la tormenta que se acercaba como la tremenda maldición de un Dios irritado.

Sin embargo, en el monasterio abandonado sucedía un rumor inusitado; bajo su techo desierto, la vida, este negro drama cuyo límite de cada día es la eternidad; ostentaba sus escenas, y en corto cuadro era la copia fiel del mundo.

Llantos, risas, opulencia, miseria, vicio, virtud, compasión, indiferencia, todos unían allí sus opuestos colores, todo se mezclaba en pequeño grupo para dar la idea exacta de los elementos de que se compone nuestra humana existencia sobre la tierra.

Casi enfrente del altar mayor donde sólo había quedado una cruz colosal con el Cristo crucificado; sobre un poco de paja estaba recostado un hombre, pálido; cargado de cadenas, pero cuyo rostro sereno y noble sólo revelaba su profunda compasión por los dolores de los dos seres que tenía a su lado; eran estos una mujer pálida y desgreñada, cuyo rostro desfigurado, ojos llorosos y miradas vagas, revelaban una de esas desesperaciones que el corazón humano no es bastante a contener; y un niño arrodillado y que comprimía sus sollozos, oraba con las manecitas cruzadas sobre el pecho, ¡con aquel inocente fervor de la cándida niñez!

De cada lado del altar otros dos hombres armados guardaban el preso. Eran estos dos individuos, un viejo tostado y ennegrecido por el sol, cuyo rostro varonil y marcial revelaban el antiguo soldado. El otro era un joven de cabellos rubios, de ojos tristes, azules, que en aquel momento eran más tristes todavía y que parecía concentrar todas sus facultades en oír las palabras graves que lentamente pronunciaba Avellaneda.

Sus miradas iban de uno a otro de aquellos tres personajes y después las volvía hacia Simón, y los ojos del antiguo lancero encontrándose con los suyos, tenían tal aire de simpatía por él y por aquellos tres infortunados, que Miguel, pues era el mismo, sentía una especie de revolución extraña en sus ideas y manera de ser.

El silencio de la capilla era profunda, la voz sonora de Avellaneda, era la única que resonaba con las últimas palabras que profería para los suyos. Afuera, los aullidos de las fieras del bosque, el silbido del viento entre los claustros como un gemido de muerte y el eco del trueno retumbando en la llanura vecina En el primer claustro ardían hogueras y el resto de la gente del Juez de Paz jugaba y bebía reventando de rato en rato una viva carcajada satánica y burlesca.

Los sollozos del niño Adolfo, los ayes dolorosos de su madre, completaban este cuadro que no basta mi pluma inhábil a trazar con todos sus claros y oscuros. Yo necesito que ustedes me presten atención y recojan mis últimas palabras, porque ellas y mi bendición de esposo y de padre es lo único que les puedo legar.

Aparta de mi mente ese horrendo cuadro, yo imploraré, yo rogaré, me arrastraré a los pies de ese hombre. Deja que se cumpla mi destino; tú debes conservarte para nuestro hijo; ¡no me lo dejes completamente desamparado sobre la tierra!

él te recordará los días que hemos pasado juntos en el mundo, ¡en él revivirá mi nombre y mi recuerdo! Y al decir esto, besó a Adolfo en la frente. Adelaida -prosiguió dirigiéndose a su mujer - que el ejemplo de tu marido que va a perecer en el cadalso, no te haga infundir egoísmo y dureza en nuestro hijo; críalo como hombre, enséñalo temprano a luchar contra la opresión, enséñalo a considerar en cada semejante un hermano.

Adolfo -dijo volviéndose a éste-, mira que todos los hombres son hermanos; nunca niegues a tu semejante aquel amparo o servicio que exija de ti, sé generoso con todos, parte tu pan la mitad para ti y la otra para quien veas que lo necesite. Sigue la carrera de las leyes, pero no con el fin de enriquecerte; no defiendas sino aquellos que en tu conciencia reconozcas justos y no llores dinero a los pobres sino aquel muy absolutamente preciso para no hacerte daño a ti mismo.

Nunca seas juez para no verte obligado a firmar la muerte de un hombre: eso es bárbaro y antihumanitario. Nunca seas fiscal porque el papel de acusador es infame. La defensoría de menores y esclavos es la más bella colocación posible, aspira a ella y ve de obtenerla para ser verdaderamente el apoyo de los desvalidos Adolfo oía a su padre con una especie de veneración religiosa, en tanto la desesperación de Adelaida aumentaba gradualmente, al paso que más y más profundizaba la horrible pérdida que hacía en un esposo adorado y en un hombre de tan altas virtudes, que difería tanto del común de los individuos.

Desde que naciste, hijo mío - prosiguió el doctor- me ocupé de escribir un tratado particular para tu educación moral, está entre mis papeles y ruego a tu madre que si puede salvar nuestro equipaje te enseñe a leerlo todos los días y te explique constantemente aquellos puntos que tú no entiendes, siguiendo las máximas que yo he trazado para ti, allí darás la mejor prueba de respeto y amor a mi memoria.

Cuando un día quieran echarte en cara mis cadenas y el patíbulo que me espera, recuerda que tu padre te dice ahora, últimos instantes en que te ve, que muero víctima de un tirano feroz y sanguinario, mis crímenes son: mi amor al país donde he nacido, un nombre sin mancilla y un poco de inteligencia que Dios ha querido concederme Los silenciosos centinelas se santiguaron.

La tormenta rompió enteramente en su furor. Avellaneda a pesar de sus cadenas, medio se sentó sobre la paja, su hijo y su mujer lo rodearon con sus brazos y los tres quedaron unidos como un solo individuo.

Avellaneda continuó: -¡Nunca me han parecido tan dulces vuestras caricias como en este momento! Será porque es la última vez que mis ojos os ven, que oigo el eco de vuestra voz, que escucho las palpitaciones de vuestros corazones pero vosotros que siempre vais a echarme de menos Avellaneda no respondió, temiendo que su voz no traicionase las violentas emociones de su corazón.

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Author: Zuluzshura

3 thoughts on “Misterios de la fortuna virtual

  1. Nach meiner Meinung irren Sie sich. Ich kann die Position verteidigen. Schreiben Sie mir in PM, wir werden reden.

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